Cuando llegué a la casa mi mujer me había abandonado.
Yo
estaba
loco. Razonablemente loco. Ja, ja muy reloco.

Ese domingo, se casan los gringos, no tenía nada que hacer, así que me las eché para el Mall, una mol con paracetamol.
Fui el primero en entrar, me la ganó un perro que hizo leso al vigilante, radiante va la novia la sigue un novio amante. Las vitrinas se peleaban por llamar mi atención, yo jugaba al pisé no pisé haciéndome el desentendido, las baldosas estaban relucientes, me reflejaban, no se por qué, pero me había disfrazado
de deshollinador, tenía la cara manchada de hollón, hollón que me hiciste mal y sin embargo te quiero, cantaba entre toses tuberculosas. Tres niños comenzaron a bailar tras mío, saltaban y remedaban mis pasos, se hace camino al andar sin ser andariego, se agregaron cinco adultos que reían y me seguían jugando al mono mayor, si, a ese mono mayor que se imita para olvidar, me volví y todos quedaron momia, un dos tres momia y nadie se movía, con sonrisas en los labios mantenían el equilibrio, uno hacía como si estuviera en la cuerda floja y abajo lo esperaran los cocodrilos de la fuente, compre pluma fuente en la esquina del puente, con un capirotazo
desperté a los momias, que se formaron en secciones en columna, yo llevaba la batuta y se agregó una vieja astuta, que les dio un instrumento virtual y formaron una banda, los hice tocar cumbia, los que miraban se entusiasmaron, hicieron la ronda de San Miguel sin irse al cuartel, entre todos sumábamos sobre cien, de ciento en ciento llegamos a quinientos, un portento, escuché por barlovento cuando entró el viento, con venias y gritos saludaban al torbellino, seguido de un pollino que entró a probarse una herradura en “Los pies con cara dura”. Avanzamos –la murga– a la escala mecánica, que en vez de subir bajaba y los dientes se trababa, se hicieron apuestas que contra corriente no llegaban, subían y subían pero los devolvía la escala empecinada. La anciana astuta, apretó el botón, y el acero se detuvo, a una jirafa le dio por subir a zancadas, mientras mariposas le revoloteaban, con alas hermosas a los niños levantaban, todo era risas y alegrías, la banda tocaba valses tecno y colgados de las lámparas los monos se balanceaban. De las tiendas de ropas, las dependientas,
de alegría sedientas, disfraces de todos tipos a la multitud entregaban. Cinco gaviotas gigantes ofrecían vuelos populares desde Ripley a Almacenes París, con parada intermedia en el café Eiffel. La danza y el baile fueron a buscar comida en los restaurantes, que la donaron a los dos mil seguidores de este yo, el inventor del evento. Alguien dijo, pero le falta el suspenso.
Suspendimos tres acróbatas de las lámparas colgantes del mol, volaban con capas rojas de trapecio en trapecio, y en tres saltos mortales, se apagaron las luces y nadie supo donde cayeron porque cuando las luces volvieron subían miles de globos de colores que rebotaban en el techo, la gravedad se había dormido y todos gravitábamos suspendidos, los globos eran planetas y las carrozas naves espaciales que llevaban princesas y cenicientas a la luna que estaba de novia vestida de blanco, blanca va la novia vestida de nubes de amianto. Comenzamos los tres mil a darnos topeaditas para rebotar en las paredes como si fuéramos los autos locos del parque de diversiones, porque en la euforia, alguien montó el parque dentro del mol, la rueda giraba y giraba y en cada vuelta daba, daba bebidas de pasión, entregando el corazón. En los pasillos las fuentes de agua seguían la música y las toninas hacían sus gracias junto a una foca que equilibraba un mapamundi en el hocico. Google acercaba el mapamundi, lo acercaba y lo acercaba, lo aumentaba, lo aumentaba hasta que todos aparecíamos nuevamente en el mol y se repetía la trifulca que teníamos, y el Google se quedó pegado y nos repetíamos en el mapamundi y luego en el mol, hasta que vino Bill Gates en un trineo tirado por robots y con un largo rayo láser dejó todo como antes, es decir, momificados, pero con un soplo de gigabytes nos dio la vida y la alegría y el baile y las risas y la música y los disfraces y las bebidas y la comida, pero luego todo el mol era un océano y nadábamos como peces, en aguas transparentes y cristalinas, el agua era tibia, acogedora, nos deslizábamos, nos acariciaba, los tiburones eran turquesas, solo se les veía los ojos y los dientes de oro de veinte y cuatro kilates que les regalaron en la joyería del mol, no se vaya de aliviol. Alguien dijo pero no tiene realidad, entonces vinieron los del ministerio del comercio, con un batallón de guardias con bastones de luma, también los de la oficina de emergencia,
bombearon el agua al mar, empezamos a quedar varados entre las barandas, las escalas y los pasillos. Todos volvieron a sus trabajos, los dueños llegaron, nada se regalaba, la banda dejó de tocar, la rueda dejó de girar, se le cayó el mapa a la foca, unos se fueron, otros comenzaron a vitrinear y a sacar sus tarjetas de crédito, el cajero les entregó dinero, la sonrisa se les deshizo en una boca caída, como el dolor de Aída, los guardias comenzaron a apagar las luminarias, salí a la calle, un perro levantaba su pata en un árbol. La noche me volvió a la casa.